miércoles, 19 de abril de 2023

Age of Empires (PC, 1997)

Versión analizada: PC (el remaster de 2018)

Otras versiones: Mac

Quién sabe si estaría yo aquí sin el Age of Empires. La madre de todos los juegos de estrategia en tiempo real, y quizá el primero que recuerdo jugar en mi vida (del otro candidato quizá hable en algún momento, pero su historia merece quizá un libro, o una enciclopedia). La mecánica es simple, totalmente asequible para jugadores de cualquier nivel, y en particular para un niño de seis años que es lo que sería yo en aquella época. Coge recursos, monta ejércitos lo más gigantescos posibles, y arrasa. Es probable que, en la práctica, jugara más al segundo (que incluía unidades medievales un poco más interesantes) e incluso al tercero, con el girito del colonialismo, y de hecho quizá haya sido más asiduo a los clones, como el brillante Empires: Dawn of the Modern World, que era más ambicioso en su cobertura temporal: de la Edad Oscura a la Segunda Guerra Mundial, bombas atómicas incluidas). Pero aquí empezó todo, y hay que rendirle justa veneración.

Estáis de suerte, además, porque pese a que me separan dos décadas de la última vez que toqué el título de Microsoft, recuerdo cada recoveco de este juego y creo poder ofrecer una experiencia de gaming al más alto nivel. Empecemos por el principio, que es la selección de civilización: cualquier practicante avezado del empirismo sabe que, aunque cada nación tiene sus pros y sus contras, son los hititas, quizá seguidos del período Yamato, los que se llevan la palma en cuanto a capacidad destructora se refiere. Pero ir a lo más fácil sería menospreciarme a mí mismo, así que dejaré que sea el juego quien elija a quién llevaré a la gloria.

Y será nada menos que a Cartago.


Cualquier neófito de la Antigüedad sabe que si hay algo reconocible de los de Aníbal son los elefantes trituradores de cráneos y atravesadores de Alpes. Es, sin duda alguna, algo que no debe faltar en mi campaña. Pero su punto fuerte no es el inicio del juego, porque para desbloquear los elefantes hay que pasar antes por tres o cuatro edades, y no precipitarse a la hora de entablar contacto con los enemigos, que serán tres: dos hititas, y unos cartagineses más. Mi planificación es la siguiente pues: acumular paquidermos, encontrar el mar, y tomarlo con calma.

El progreso marcha lento pero seguro, y apenas sin víctimas, salvo el pobre aporreador que creé pensando que sería un aldeano normal y que ahora fertiliza nuestros campos.


Hay dos cuestiones clave: cuántos aldeanos debemos tener antes de avanzar a la edad de las herramientas, y si se puede empezar a reclutar un ejército demasiado pronto. A lo primero respondo que depende, como es lógico, de las herramientas que uno tenga, y de si van a compartir, pero suelo establecer el punto perfecto en 15, aunque la necesidad me obligue a saltar con 12, ya que Cartago se beneficia de la prisa. Respecto a la beligerancia prematura, es algo que no existe, y es sensato tener catorce milicianos, sesenta y siete catapultas y un almirante de la marina cojo antes siquiera de minar la primera cantera de piedra. Pero los recursos, como mi paciencia, son limitados, y sigo siempre un curso de acción reactivo: el primero que me toque las narices, sufrirá todas mis consecuencias. Como por ejemplo este cocodrilo.


Mis políticas quizá no sean las más populares entre mis enemigos, como la de desplegar un galeote en el estrecho de los Dardanelos con el fin de establecer un bloqueo comercial, mediante el avasallamiento extremo de toda barcaza de pesca que asomaba por allí, pero la diplomacia tiene que ser dura, de otra manera seríamos nosotros los avasallados. No lo toleraré.


La presunta "puntuación" del juego asegura que estoy lejos, muy muy lejos, de mis rivales, pero tampoco sé exactamente lo que mide pese a mi experiencia. En este caso, asumo que no está teniendo en valor determinados aspectos muy complejos de mi táctica, y por eso no le voy a dar mucha importancia.


Llegada la Edad de Bronce, mi rutilante imperio empezaba a tener poco que envidiar al de cualquiera: el descubrimiento del latifundio, el forjado y el gobierno centralizado me ponía casi casi en la vanguardia. Era puro esplendor.


Pero hay algo, queridos televidentes, que era y deberá seguir siendo mi secreto, si es que quiero que en los manuales se me recuerde como un referente adelantado a mi época y no un simple patán que tuvo suerte para mantener una cultura en pie.

Ese secreto inconfesable es un bebé con un lanzacohetes.


Yo tampoco sé como llegó a la aldea, pero simplemente hicimos lo que cualquier ser humano hubiera hecho. Cuidarlo, tratarlo como uno más, educarlo, y confiar en que algún día se convirtiera en un neonato armado hasta los dientes que evitara que los carruajes de combate se acercaran a menos de diez leguas de la capital. Trabajo que está más que capacitado para llevar a cabo. Y, si hay alguien que encuentre problemas con esta solución quizá anacrónica, que sepa que la justicia es un concepto muy, muy posterior a la era de los metales. Y también que conozca la historia de la pequeña cantera hitita que se atrevió a ponerle pegas a mi método.


Las incursiones enemigas, sin embargo, eran cada vez más frecuentes, y amenazaban la creciente prosperidad de la que estábamos disfrutando. Se hacía necesaria la defensa, así que decidí blindar el perímetro de la ciudad, que empezaba a parecer ligeramente la cárcel de Soto del Real.


Una mentalidad meramente pasiva es útil, sí, pero uno tiene un límite. Asediado constantemente por comitivas de jinetes y ballestas, y aún siendo fútil su empresa dado lo inexpugnable de mis dominios, opté por el contraataque. No eran más que mosquitos voleteando bajo mis bigotes, pero incluso las bestias legendarias se cansan. El pequeño Timmy es más que capaz, él solito, de lidiar contra la flota de Anitta la Hitita, como un Francis Drake en patucos, y sin mojárselos.


Las avanzadillas, sin embargo, eran incansables, y Timmy me pidió más artillería. Le dije, sin darme por vencido tan fácilmente, que se buscara la vida, que habíamos pasado a la edad de Bronce y ni siquiera se había quitado el babero. Se ve que entendió el mensaje, porque para cuando volví a verlo, iba a lomos de un Hyundai descapotable.


Pero, tal vez, dejar un conflicto bélico intercontinental en manos de un jovenzuelo con claro instinto psicopático, era una mala idea de cara a mis relaciones exteriores. Que no es que quisiera lograr el dominio a través de la diplomacia, pero digamos que los misiles balísticos que había instalado Timmy en los faros de xenón de su bólido no hacían claras distinciones entre enemigos y aliados, civiles y soldados.


Sabiendo lo fácil que sería tergiversar esa operación meramente accidental para tacharla de cosas tan feas como "masacre" o "genocidio", me vi en la tesitura de tener que apelar al miedo primigenio del hombre a la justicia suprema. En un pispás me convertí en la máxima autoridad mundial en materia religiosa, con una caterva numerosa de acólitos dispuestos a esparcir por los mares y montañas la palabra de nuestra Señora Tanit, imagino.


Sin embargo, y pese a éxitos en conversiones a pequeña escala, está claro que con estos bárbaros no se puede negociar, porque recibían a mis inofensivos y desarmados predicadores con sendos pedruscos al occipucio. 


Si la fe les era ajena a estos impíos irredimibles, habría que responder de nuevo con la única lengua que todo el mundo conoce: el pisotón de un animal de diez toneladas sin miedo a nada. Removí los cielos y la tierra para acaparar, como un Noé hiperactivo, cada proboscidio de la tierra, cada uno de estos colosos de la sabana para añadirlo a mis imparables huestes. Quería que cuando mis enemigos, mis pobres enemigos, alzaran la vista, no supieran saber donde empezaba el elefante y donde acababa el horizonte. 

Cientos de estos monstruosos y nobles ejemplares, engalanados con la bandera de mi reino, listos para a mi señal derribar las murallas de la inmortalidad.


Decir que doblegué al mundo es quedarse corto: era como una plaga de gigantescas Roombas cuadrúpedas que allá por donde pasaban no dejaban ni el recuerdo de lo que una vez ocupó ese lugar. Montañas de escombros se espolvorearon por el paisaje, y los niños no volvieron a jugar en la calle. Porque no había calle, ni niños, ni nada más que manadas y manadas de elefantes.


Vencí, como no podría ser de otra manera.

Espero que este pequeño tutorial para ser un caudillo militar precristiano os haya servido a todos. Por resumir:
  • La gente ya no respetaba a los curas antes, no es de ahora.
  • No tengáis prisa por hacer que vuestros niños se saquen el carné, porque no miden.
  • Menos de 100 elefantes armados hasta los colmillos no es un ejército, es el Faunia.
Like y subscribe para más consejitos que os puedan llevar a un tribunal de guerra.

LO MEJOR: Es obvio que es un juegazo que ha envejecido estupendamente. En cuanto a estrategia, no hay nada como liderar tus decenas de unidades hacia los distintos puntos del mapa, emboscar, asediar... Juegos como Civilization y sus múltiples caminos de victoria (que en AoE están las "maravillas", pero ganar así es como ganar un combate porque te han dado un rodillazo en los cataplines), o los Total War con su compleja diplomacia y sus saltos de mapa a combate rompiendo la dinámica, están bien, pero no se aproximan a la experiencia pura de conquista que es el Age of Empires.

LO PEOR: Las murallas no tienen puerta. ¡No tienen puerta!

VALORACIÓN: 81/100.

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