viernes, 16 de junio de 2023

Project Highrise (PC, 2016)

 

Versión analizada: PC.

Otras versiones: PlayStation 4, Xbox One, Nintendo Switch, Android, iOS

No hay nada más inhumano que un rascacielos, esas torres de hormigón y metal que desafían a los dioses. Lo de apilar personas ya parece bastante macabro una vez muertos, con estos nichos rollo colmena que imagino tienen como único atractivo su precio más reducido (por suerte no he tenido oportunidad de cerciorarme), pero ¿aún en vida? Sólo acepto edificios de más de diez plantas en lugares como Benidorm, donde esos tótems del progreso canceroso son el atrezzo perfecto para la decadencia general, y aparte tienen preciosas vistas a la playita. Cosa que por otro lado debe generar el efecto dómino que se da cuando se levanta el que tienes delante en un concierto: posteriores colosos deben ser aún más altos para por lo menos poder venderlos con el plus de "balcón al mar", y así nos plantamos con obeliscos de 1 kilómetro de altura que podrían venirse abajo con la más sutil brisa mediterránea. Es un problema.

En Project Highrise no hay brisas (aunque la lluvia tiene efectos negativos, si bien más para la afluencia de público en tu boyante templo a la modernidad que para la estabilidad de sus cimientos), pero sí que hay una simulación más que fidedigna de la alienación post-industrial del individuo. Placer, trabajo y vivienda, todo aglutinado en los mismos metros cúbicos. Una sociedad en miniatura de la que tú eres arquitecto y Dios Supremo, sin rendirle cuentas a nadie, ni siquiera a tus pobres inquilinos.

Hay juegos en los que empiezas de cero: en PH partes de dos plantas de suelo edificable en el uptown con la instalación eléctrica ya a puntito de caramelo.


¿A qué dedicar este terreno concedido por Zeus o, en su defecto, el ayuntamiento? Es indiferente. Nuestra única misión al principio, y como es obvio, también hasta el fin de nuestras horas de juego, será lucrarnos. No pensemos ni por un momento que pertenecemos a la misma clase que los parásitos que ocuparán nuestros espacios. Esas hormiguitas están solamente para rendirnos su tributo.

El caso es que conviene construir oficinas primero, porque si podemos implantar un ambiente fúnebre ya desde el primer momento a nuestro ataúd de cemento, disipar toda noción de que se puede fabricar un átomo de alegría en este lugar, será menos probable que nuestros drones alberguen esperanza alguna. En particular, el negocio de los seguros parece especialmente desalentador. Pónganme cuatro:


Dejo hueco libre para posibles perrerías futuras, para círculos del infierno inconcebibles para Dante. Y es que creo que no tenéis una buena imagen de cuáles son las dimensiones de este inframundo a pie de calle:


Podemos alcanzar cotas inimaginables de miseria, y si esa materia prima luego puede transformarse en algo útil mejor que mejor, pero yo me nutro de ella directamente, sin adulterar. Yo sigo desplegando en mis panales lo más dicharachero del sector servicios: contables, abogados, y demás criaturas vampíricas de maletín en mano. A veces, incluso cedo a sus demandas: ¿quieres servicio de copistería? No me cuesta nada instalar una impresora en mi sótano. Ese grano de felicidad para el picapleitos que necesite cincuenta mil folios de sumario en su mesa para el jueves es, mirado con la perspectiva holística que me da Project Highrise, irrisorio en comparación con el horror de los operarios que tengan que hacer las copias. He tenido una HP en mi cuarto durante años, convirtiéndome a todos los efectos en el reprógrafo oficial de mi casa, a doble cara y en blanco y negro, y siempre con urgencia. Los papeles se atascan, se agotan, salen movidos, con pegotes de tinta... es un destino peor que la muerte. Y si sumamos los parches yermos que estamos dejando en el Amazonas con tanta celulosa desperdiciada... ¿cómo voy a negarme a esas peticiones? ¡Son maldades peores que las que se me ocurren a mí! Además van en peto.

A las 5 de la mañana, los camareros de salario mínimo que trabajan en las cafeterías comienzan su turno; el resto de trabajadores del edificio, a las 8. Son veleidades del sistema, caprichos que no he elegido yo, pero que demuestran que el caos aparece solo. Mi trabajo es muy sencillo: tengo que dejar que el río fluya.

Justo en el subsuelo del vestíbulo, hay un limpiabotas.


Una de las tradiciones más perturbadoras del mundo desarrollado es continuar empleando a gente para abetunar el calzado de los poderosos. Este hombre heredará mi imperio, si es capaz de someterse con modestia a esta profesión tan noble y mesiánica. El juego indica claramente que sólo la usará gente que trabaje en el mismo piso, y no tenemos oficinas bajo tierra, así que deberá procurarse clientes de manera proactiva. Un test de carácter, que poca gente superaría.

Aparte del vil metal, el juego tiene otras divisas de definición difusa: ¡prestigio, con el que desbloquear nuevos módulos! ¡interés, con el que generar campañas mediáticas! ¡influencia, con la cual inmiscuirse en política urbanística! Entre tanto, el enjambre se enfrenta al churriguerismo más extremo. He peleado contra el horror vacui durante horas para desafiar todas las leyes de lo aceptable. No veo más que cajas, y huecos donde pueden entrar otras cajas. La diversión se convierte en ecuaciones diofantinas.


La prioridad de obtener superávit ya está absolutamente demodé: la estructura es más que rentable, y salvo acto divino no hay nada que pueda hacerme incurrir en números rojos. Las flechas son verdes y apuntan a las estrellas. Otro acierto de la simulación el hacer que las grandes fortunas sean globos que solo pueden crecer a cosa de los derechos humanos. Aunque es discutible que yo esté vulnerando nada: todos mis ocupantes saben que, de necesitar solaz espartano, pueden acudir al club de fitness de la planta -7.

El absceso se propaga en todas las direcciones. Es imparable y, si os digo la verdad, algo decepcionante. ¿Dónde está el reto, si la riqueza engendra más riqueza? Entiendo a Elon Musk y sus constantes ínfulas e ideas de bombero para no aburrirse, por megalomaníacas que sean. Hay veces que heredar una millonada, incluso la que no está salpicada de sangre de esclavos, es una maldición, una condena ineludible al tedio de la superioridad abismal. Sí, mi modelo funciona y abarca, a día de hoy, veintinueve plantas de un bloque gris. Pero cuando produzco más dinero del que puedo gastar, cuando generaciones y generaciones venideras hasta el fin de la especie vivirán sin preocupación alguna, cuando la emoción de vivir se ha transformado en un puzle que, una vez completado, me da la opción de guardarlo para siempre o deshacerlo para empezar de cero, tengo que aferrar el destino con mis manos de manicura de Park Avenue y buscar una nueva pelea.

Limpiabotas, te quedas con el tinglao. De ahora en adelante, te quedas solo.

LO MEJOR: Es extremadamente adictivo, y muy chill a su manera para ser una imitación de todos los males del capitalismo. Hay buena variedad de oficinas, tiendas, apartamentos, servicios e infraestructuras, cada una con sus diseños simples pero efectivos. No he jugado a los DLCs, pero tienen precios adecuados y pinta de ser adiciones bastante válidas al título principal.

LO PEOR: El bucle de juego no tiene mucha complejidad, y llegado cierto punto se convierte en un idle game, poco más o menos, sin mucho evento random que pueda perturbar la tranquilidad de una existencia plena de comodidades. Eso hace que una vez descubierta una manera relativamente óptima de atacar los (bastante planos) objetivos, no ofrezca mucha variabilidad ni rejugabilidad.
 
VALORACIÓN: 76/100.

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